La transición ecológica y el riesgo de mercantilización de la naturaleza
La transición ecológica y el riesgo de mercantilización de la naturaleza: ¿Está conduciendo la transición ecológica a una mercantilización de la naturaleza? Tal vez sea a esto a lo que nos lleva la idea de poner precio al carbono, a los impactos ambientales y al capital natural.
Desde las primeras cumbres internacionales dedicadas a cuestiones medioambientales, una pregunta central ha impulsado los debates en torno a la transición ecológica: ¿cómo puede nuestro sistema económico tener más en cuenta la naturaleza y los impactos medioambientales?
La respuesta que se ha encontrado, y que hoy se promueve ampliamente en los círculos políticos y económicos, se basa en la lógica de los mercados.
Precios del carbono, mercados de carbono, mercados de compensación, ecotasas, subvenciones…
La mayoría de las grandes palancas políticas puestas en marcha por las COP y los agentes públicos son medios de acción de la economía de mercado, que pretenden incitar a los agentes económicos, mediante palancas de precios, a tener más en cuenta la naturaleza y sus impactos medioambientales y a comprometerse con la transición ecológica.
Atractivos a primera vista, estos planteamientos tienen una serie de limitaciones: dificultades metodológicas, aberraciones y abusos. Pero sobre todo, desde el punto de vista filosófico, esta concepción de la transición ecológica tiende a hacernos considerar la naturaleza y los seres vivos como mercancías como las demás. Y quizás sea aquí donde reside el mayor peligro.
¿Mercados que tienen en cuenta la naturaleza?
Volvamos primero a los orígenes de esta visión de la transición ecológica. La observación básica es que, históricamente, los mercados económicos nunca han tenido realmente en cuenta la naturaleza, los ecosistemas o los recursos naturales.
De hecho, las convenciones de la teoría económica suponen que los recursos naturales no tienen ningún coste, aparte del coste de explotarlos. Si encuentras un recurso, lo utilizas y punto. En el mercado, no cuesta nada contaminar un río, destruir un bosque o contribuir a la extinción de una especie viva. En cierto modo, la naturaleza es un punto ciego para los agentes económicos.
Entonces, ¿cómo conseguir que el sistema económico tenga en cuenta la naturaleza? ¿Cómo conseguir que las empresas participen en la transición ecológica?
La respuesta que surgió “naturalmente” de las primeras conferencias internacionales sobre el tema, que solían estar dominadas por el pensamiento “economicista”, fue una respuesta basada en el precio.
Básicamente, la naturaleza y los impactos medioambientales tienen que tener un precio, y los agentes económicos tienen que pagarlo.
Este es el principio de “quien contamina paga”, inventado por un economista, el francés Arthur Pigou, pero también es el principio en el que se basan el “precio del carbono” o los “mercados de carbono” que surgieron tras las diversas cumbres medioambientales celebradas entre principios de los años setenta y los noventa.
La idea, que sigue siendo central hoy en día en los círculos económicos y políticos, es que para que el mercado se interese por la naturaleza, tiene que ponerle un precio. Si a una empresa le cuesta dinero contaminar, se verá animada a contaminar menos. A la inversa, si gana dinero por gestionar mejor su impacto ambiental o social, desarrollará modelos de negocio más sostenibles.
Poner precio a la naturaleza y al impacto ambiental
Pero hay una serie de problemas que surgen cuando se intenta introducir este tipo de mecanismo de incentivación de precios.
En primer lugar, hay que ser capaz de evaluar el coste de la naturaleza y los impactos ambientales. E incluso para los economistas, que han elevado esta práctica a la categoría de arte, no es tarea fácil.
Es difícil evaluar con precisión lo que “vale” la naturaleza. Un ecosistema, como un bosque, tiene un valor económico cuantificable: el de los recursos que contiene o el de los servicios que presta a la comunidad, por ejemplo.
Capta carbono y, si se gestiona adecuadamente, puede producir madera de forma sostenible. Por tanto, es posible cuantificar este valor de forma aproximada, utilizando razonamientos lógicos más o menos pertinentes.
Por ejemplo, si tuviéramos que capturar este carbono nosotros mismos, nos costaría dinero. Por tanto, podemos atribuir este valor al bosque porque lo hace por nosotros.
Del mismo modo, ¿cuánto vale una tonelada de CO2? Por aproximación, podemos intentar evaluar el coste de las externalidades negativas inducidas por la adición de una tonelada de CO2 a la atmósfera. Cada tonelada de CO2 genera impactos relacionados con el calentamiento global, cuyo coste podemos calcular más o menos.
Salvo que estos cálculos son, por definición, aproximados y parciales. Incluso a los biólogos les resulta difícil enumerar todos los “servicios” que presta un bosque: ayuda a mantener la calidad del suelo, alberga una biodiversidad útil, contribuye a la resiliencia de la tierra, por ejemplo limitando el riesgo de inundaciones o de erosión del suelo.
También tiene un valor cultural, ya que contribuye al atractivo del turismo y las actividades de ocio. Y también tiene un valor estético, ya que se integra en el paisaje.
¿Cómo se calcula el coste de todo esto? La verdad es que es bastante complejo. Incluso dejando de lado la dimensión moral o ética (según la cual un bosque podría tener un valor inestimable como patrimonio), no es fácil convertir en euros el valor cultural o biológico de un ecosistema.
Tampoco es fácil cuantificar el coste financiero del calentamiento global, que está destruyendo ecosistemas enteros, paisajes y, a menudo, vidas humanas.
La primera dificultad de este enfoque monetario de la transición ecológica es, pues, la de la cuantificación.
Prueba de ello es que los distintos agentes económicos no se ponen de acuerdo entre sí sobre estos famosos precios.
Según el contexto, la organización y el periodo, los precios del carbono varían, por ejemplo, de unos pocos euros por tonelada a varios cientos de euros por tonelada de CO2. Esto es absurdo, dado que el impacto de una tonelada de CO2 en la atmósfera es el mismo dondequiera que se emita…
En general, los precios estimados por el sistema económico nunca reflejan realmente un valor ecosistémico real…
El peligro de convertir la naturaleza en una mercancía como cualquier otra
Pero hay un problema más de fondo en esta visión “mercantilista” de la transición ecológica: tiende a convertir la naturaleza en una mercancía como cualquier otra, que puede comprarse, venderse, apropiarse, etc.
Básicamente, pues, seguimos en la misma tesitura que provocó la crisis ecológica en primer lugar: creemos que un ecosistema sólo tiene valor porque nuestras convenciones económicas le dan valor.
En pocas palabras, esto significa que la naturaleza puede ser explotada siempre y cuando sea “rentable” hacerlo. Así, una industria que genera miles de millones de euros de beneficios podrá aplastar con todo su peso económico la fragilidad de un bosque primario o de un humedal.
Más concretamente, confirma el hecho de que basta con disponer de medios financieros para apropiarse de un recurso o de un ecosistema.
Quien contamina paga, por qué no, pero para quien tiene medios para pagar, equivale simplemente a un derecho a contaminar.
Y a nadie se le oculta que el sistema instaurado por el Protocolo de Kioto sobre el calentamiento climático se llama muy oficialmente “mercado de derechos de contaminación”. Un derecho injusto, además, ya que está reservado a los más ricos.
Capitalizar la naturaleza
Más sutilmente, este paradigma transforma la naturaleza en “capital”. Un capital que los actores económicos pueden pretender gestionar, del mismo modo que gestionan (tan bien, de hecho) el capital económico o el capital humano.
A partir de ahí, el vocabulario económico se extiende a la gestión de los espacios naturales, que deben maximizar su valor, aprovecharlos y optimizar su rendimiento.
Los excesos de este tipo de pensamiento son evidentes y preocupan cada vez más a los investigadores: si consideramos la naturaleza como un objeto comercial como cualquier otro, entonces podemos gestionarla del mismo modo que gestionamos otros objetos comerciales.
Es decir, tratando de minimizar los costes y maximizar los beneficios. Y muy a menudo en detrimento del medio ambiente y de las personas, que no son precisamente la principal preocupación de los gestores.
Esto es lo que estamos viendo con la aparición de “soluciones basadas en la naturaleza”, programas de reforestación, gestión del suelo y explotación de ecosistemas diseñados para combatir el calentamiento global y la contaminación.
Se incita a los agentes económicos a financiar proyectos de plantación de árboles para capturar carbono, lo que ha dado lugar a la aparición de un mercado de la reforestación, gestionado por las empresas según la lógica de los inversores. Tiene que ser rentable, tiene que dar dinero.
En consecuencia, los proyectos no se gestionan en interés del ecosistema o de las poblaciones locales, sino para ganar dinero: más árboles plantados, más rápido, por menos dinero.
¿Cuál es el resultado? Proyectos a menudo efímeros, gestionados a escala industrial, sin tener realmente en cuenta la complejidad del ecosistema local o de la sociedad.
En este modelo, ecosistemas y espacios naturales son intercambiables. Un bosque de valor X aquí valdrá otro bosque del mismo valor en otro lugar.
Además, con este modelo, un ecosistema puede destruirse localmente siempre que se compense en otro lugar: esto es lo que permite a las grandes empresas, por ejemplo en Canadá, construir oleoductos en medio de Parques Nacionales.
Del mismo modo, el servicio ecosistémico prestado por una especie o un ecosistema puede ser sustituido por una alternativa más barata: ya podemos ver a algunos tecnoentusiastas alegrarse ante la perspectiva de que los zánganos polinizadores sustituyan a las abejas.
Más eficaz y más barato, parece. Hélène Tordjman, economista de la Sorbona, ha dedicado un libro, “La croissance verte contre la nature” (El crecimiento verde contra la naturaleza), a los excesos de esta forma de pensar.
Continuará en el artículo “La ilusión de una economía verde“.
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